Opinión

Desigualdad económica, entre capacidades e ineficiencias

Por Alejandro Barrera

El inicio de la revolución industrial en el siglo XIX fue unos de los momentos de mayor innovación económica, social y cultural de la humanidad, no solamente por el aumento de los índices de producción industrial, la evolución de los procesos empresariales y la trasformación de las ciudades, sino porque representó un momento histórico donde la sociedad escapa de la famosa trampa malthusiana, en honor al clérigo británico Thomas Malthus, quién afirmó en 1798 que el crecimiento demográfico (progresión geométrica) era mayor que la capacidad de generar alimentos (progresión aritmética), proyectando una catástrofe poblacional.

Precisamente la revolución industrial fue la primera vez en la historia que el modelo económico permitió aumentar la producción de riqueza, y al mismo tiempo, la expansión de la población, hecho sin precedentes que impulsó el capitalismo industrial, y posteriormente, el capitalismo financiero y global en el mundo. Los países industrializados dieron los primeros pasos hacia el aumento de capacidades de generar más riqueza en la población, permitiendo mejores condiciones sociales; mientras los países más rezagados, aún siguen sufriendo el problema del bajo crecimiento para enfrentar la pobreza y vulnerabilidad socioeconómica.

En ambos casos, la desigualdad económica ha sido un común denominador, lo cual, se debe a que las capacidades de producción de riqueza son diferentes entre los segmentos de la población, lo cual, limita la velocidad y volumen entre los grupos para crear, distribuir y consumir la riqueza generada. Esta realidad invita a pensar que la mejor manera de reducir la desigualdad económica es por la vía de un mayor crecimiento económico, que básicamente centra la atención en la generación de valor de los factores de la producción, desde el capital por la inversión privada y el trabajo con su productividad. En este último, la solución estaría en fortalecer las capacidades de la población trabajadora para generar riqueza, lo cual, implica cerrar las brechas de activos sociales de las personas, en lo que se refiere a oportunidades de educación, salud, alimentación, recreación y demás variables del desarrollo profesional y humano, que sirven de herramientas de cada persona para aprovechar sus capacidades en el proceso de producción.

En este cierre de capacidades emerge el Estado como un agente responsable de focalizar sus esfuerzos humanos, técnicos y financieros para que las personas tengan la oportunidad de nivelar y robustecer sus activos sociales para la satisfacción de sus necesidades y deseos, función que se garantiza con los impuestos. En este sentido, ¿Por qué Colombia es uno de los países más desiguales del mundo? La respuesta obvia es las capacidades de las personas, pero la inquietud es la eficiencia del Estado. Si el Estado cumpliera con su función, que implica una redistribución de los ingresos, el coeficiente de GINI que mide la desigualdad económica debería reducirse después de impuestos, situación que no sucede para Colombia y es extraña en la comparación internacional.

Así las cosas, los discursos con base en la lucha de la desigualdad quedan reducidos a nada si no existen cambios profundos y estructurales en el uso de los recursos públicos, que son esos impuestos recogidos de la riqueza anual generada por y para el sector privado: hogares y empresas. Si no debatimos sobre el foco y composición del gasto público, y un análisis crítico de la función del Estado, será imposible aprovechar las fuerzas del crecimiento y continuaremos en una trampa de la pobreza en el mediano y largo plazo.

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